martes, 6 de agosto de 2013

Javiér Campos


Francisco J.Ppoyato

"Sí, se marcha esa sonrisa impertérrita que supo guardar muchos secretos y que a usted le dibujó las esencias de Córdoba"
Córdoba es así. Sabia porque deja que el talento florezca fuera de la Puerta Gallegos para curarse del espanto que provoca lo que muralla adentro sucede. Discreta porque permite que escape sin más alarde lo que ayuda a enseñorearla. Frágil porque es propensa a ser más quebradiza cuando aún más le duele. Fría y lejana porque confunde la distancia con ese silencio que olvida a la vez que separa. Y en los albores del agosto desmemoriado, el que pasea sus cuitas en la Costa del Sol o navega por el asfalto voluble del Paseo de la Victoria con el cogote humillado, se topa con la marcha de un hombre que ha hecho más por la marca Córdoba que cuarenta ínclitos de orla que atienden a golpe de cheque a la llamada del marketing-ciudad bajo partida presupuestaria.
Sí. Discreto. Sin hacer ruido —y mira que podía haberlo hecho— se marcha a Málaga, como ese pliegue cordobés que nunca termina de abarcar el territorio cuando se desparrama en su avaricia fingida. Un run-run inevitable a la vez que poco verosímil. Un golpe bajo en los riñones de esta ciudad tocada por el haz de puños invisibles más dañinos que los que se ven venir del flanco izquierdo o el revés seco de los grandes maestros del ring.
Javier Campos, el alma mater de Bodegas Campos, se marcha de Córdoba. Sí. Esa sonrisa impertérrita que supo guardar muchos secretos y que a usted le dibujó las esencias de la Córdoba que mostró a propios y extraños en la boda de su hija. O en la cena de gala de su congreso profesional, en su conspicuo encuentro empresarial, en su mesa camilla con arroz de rabo de toro para destronar al poder o en la que paseó a Reinas, Princesas y Duquesas por su sacristía o sus largos pasillos perfumados de esencia de Montilla-Moriles. El gesto imperturbable que ahora se arrima a las tablas de «El Pimpi» con un quite señorial del perdón para gloria de esa Málaga exuberante. Ciudad capaz de enseñar a Romero de Torres en la plaza de Pablo Picasso, y en la que el sol hace brillar aún más la maestría de quien pintó el alma de la mujer de belleza eterna. No son tópicos. Es Córdoba, que se desangra y nadie tapona la herida que muta. Una estampa más de nuestra fatídica leyenda romeriana.
Eso que gana Málaga y eso que pierde Córdoba, por muchos balances que se pongan en la mesa de un consejo de administración que no abre la puerta cuando el coche frena en la calle Lineros y se sumerge en la esencia que este hombre consiguió crear junto a su familia y su gente en las bodegas de toda la vida. Las que dibuja Tomás Egea con la maestría de quien calca un estado vital. Una atmósfera de curva y contracurva que perfila una filosofía barroca que rodea al castellano que los cordobeses llevamos dentro. Difícil de desentrañar. Aún más si el aderezo se encarama a nuestra complejidad y desapego.
Reconozco que no soy objetivo, mal que me pesa. Pero con Javier Campos es difícil y fácil, a la vez, serlo. Juzguen ustedes mismos. Las ciudades están hechas por gente corriente y por personas que en su modesta tarea diaria aglutinan la querencia de muchas otras que bien quisieran vender las excelencias de esta tierra irrepetible. Pero no les sale, ni de forma natural ni de modo impostado. Gracias a Javier, usted puede conocer la esencia de esta ciudad si un mediodía decide perderse por Bodegas Campos, como quien huye de sí mismo por una ciudad de callejas y rincones apartados con desconchones que conllevan un manual entero de historia. Casi como una estrategia defensiva para quien osa abordarla desde la soberbia. Allí seguirá estando la sonrisa de Javier, nada más bajarse usted del asiento trasero de un taxi, dispuesto a que se sumerja en la Córdoba que será difícil encontrar en otra parte alguna vez.

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