"Sí, se
marcha esa sonrisa impertérrita que supo guardar muchos secretos y que a usted
le dibujó las esencias de Córdoba"
Córdoba
es así. Sabia porque deja que el talento florezca fuera de la Puerta Gallegos
para curarse del espanto que provoca lo que muralla adentro sucede. Discreta
porque permite que escape sin más alarde lo que ayuda a enseñorearla. Frágil
porque es propensa a ser más quebradiza cuando aún más le duele. Fría y lejana
porque confunde la distancia con ese silencio que olvida a la vez que separa. Y
en los albores del agosto desmemoriado, el que pasea sus cuitas en la Costa del Sol o navega por
el asfalto voluble del Paseo de la
Victoria con el cogote humillado, se topa con la marcha de un
hombre que ha hecho más por la marca Córdoba que cuarenta ínclitos de orla que
atienden a golpe de cheque a la llamada del marketing-ciudad bajo partida
presupuestaria.
Sí.
Discreto. Sin hacer ruido —y mira que podía haberlo hecho— se marcha a Málaga,
como ese pliegue cordobés que nunca termina de abarcar el territorio cuando se
desparrama en su avaricia fingida. Un run-run inevitable a la vez que poco
verosímil. Un golpe bajo en los riñones de esta ciudad tocada por el haz de
puños invisibles más dañinos que los que se ven venir del flanco izquierdo o el
revés seco de los grandes maestros del ring.
Javier
Campos, el alma mater de Bodegas Campos, se marcha de Córdoba. Sí. Esa sonrisa
impertérrita que supo guardar muchos secretos y que a usted le dibujó las
esencias de la Córdoba
que mostró a propios y extraños en la boda de su hija. O en la cena de gala de
su congreso profesional, en su conspicuo encuentro empresarial, en su mesa
camilla con arroz de rabo de toro para destronar al poder o en la que paseó a
Reinas, Princesas y Duquesas por su sacristía o sus largos pasillos perfumados de
esencia de Montilla-Moriles. El gesto imperturbable que ahora se arrima a las
tablas de «El Pimpi» con un quite señorial del perdón para gloria de esa Málaga
exuberante. Ciudad capaz de enseñar a Romero de Torres en la plaza de Pablo
Picasso, y en la que el sol hace brillar aún más la maestría de quien pintó el
alma de la mujer de belleza eterna. No son tópicos. Es Córdoba, que se desangra
y nadie tapona la herida que muta. Una estampa más de nuestra fatídica leyenda
romeriana.
Eso que
gana Málaga y eso que pierde Córdoba, por muchos balances que se pongan en la
mesa de un consejo de administración que no abre la puerta cuando el coche
frena en la calle Lineros y se sumerge en la esencia que este hombre consiguió
crear junto a su familia y su gente en las bodegas de toda la vida. Las que
dibuja Tomás Egea con la maestría de quien calca un estado vital. Una atmósfera
de curva y contracurva que perfila una filosofía barroca que rodea al
castellano que los cordobeses llevamos dentro. Difícil de desentrañar. Aún más
si el aderezo se encarama a nuestra complejidad y desapego.
Reconozco que no soy objetivo, mal que me pesa.
Pero con Javier Campos es difícil y fácil, a la vez, serlo. Juzguen ustedes
mismos. Las ciudades están hechas por gente corriente y por personas que en su
modesta tarea diaria aglutinan la querencia de muchas otras que bien quisieran
vender las excelencias de esta tierra irrepetible. Pero no les sale, ni de
forma natural ni de modo impostado. Gracias a Javier, usted puede conocer la
esencia de esta ciudad si un mediodía decide perderse por Bodegas Campos, como
quien huye de sí mismo por una ciudad de callejas y rincones apartados con
desconchones que conllevan un manual entero de historia. Casi como una
estrategia defensiva para quien osa abordarla desde la soberbia. Allí seguirá
estando la sonrisa de Javier, nada más bajarse usted del asiento trasero de un
taxi, dispuesto a que se sumerja en
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