Mientras el carrusel del modelo de Feria dará desde hoy sus últimas vueltas, el absurdo sentido centrípeto de su movimiento nos hará ver que nada cambiará, y que, tal vez, estemos ante uno de los debates más imposibles y a la vez recurrentes de cuantos salen a la palestra en la Córdoba de los circunloquios. Percibiremos el ruido superficial de los partidos prometiendo lo que nunca cumplirán sobre una fiesta que camina sola y crece por la propia inercia de la diversión y la estructura social de una ciudad a la que éstos se van adaptando como a tantas cosas sin la más mínima intención de variar su curso. Confieso haber sido muy ingenuo en este terreno pensando que el sentido común y el arrojo podría reorientar la manifestación más clara de todo lo contrario: la fiesta anárquica y sin pautas como cada año pare a orillas del Guadalquivir. Porque cambiar la Feria sería como cambiar a Córdoba. La primera no deja de ser la manifestación de la segunda, se aborde como se quiera. Y esta gesta sería una epopeya inalcanzable para quienes desde el poder público acaban acomodando su paso al sentir del feriante, más como tabla de supervivencia electoral que como responsabilidad política. Mejor no molestar. Puede que sea lo más acertado.
Escuché hace unos días al fiscal Juan Antonio Merlos, que no es que esté todo el día en la Feria y sea el líder de la oposición al peñismo rancio y otros ismos incorregibles e inevitables de esta Córdoba, es que ante todo y por encima de todo es hombre del Ministerio Público..., una reflexión tan razonable como razonada, tan brillante como discreta. Propia de quien, por otro lado, ha hecho más por la Feria de Córdoba y por entenderla que muchos que llevaban este deber en el sueldo. Venía a decir Merlos que al menos debiéramos aspirar a que las diversas ferias que componen la gran fiesta en honor a Nuestra Señora de la Salud convivan y se respeten en el mismo recinto configurando su verdadero y genuino ser. Sin exclusiones.
El trabajo de la Asociación de Casetas Tradicionales, nunca valorado lo suficiente, ha sido el de un dique que ha evitado que la Feria de Córdoba desbarrase por el sumidero de su peor versión a lomos de la desidia, huérfana de ciertas convenciones en las que todos debemos confluir, pero a las que se puede llegar por diferentes sendas. Entre otros motivos, porque está en la base del tipo de celebración de que se trata (una feria con orígenes) y de la tierra donde se vive (Andalucía y Córdoba). De lo contrario, cambiemos el nombre y por añadidura muchas otras cosas más.
Es probable que aflore el reduccionismo de aquellos que piensan que esta asociación ha contribuido a la privatización de la fiesta y al establecimiento de compartimentos estancos. La cuota miope es inevitable. Su labor en ocho años ha sido la de permitir que un importante número de cordobeses pueda disfrutar también de su feria al modo y gusto tradicional, dando relumbrón y estilo, sin menoscabo de quien la entienda de otra manera que, por cierto, era el statu quo excluyente al que íbamos cuesta abajo y sin frenos.
No es la feria que a muchos nos gusta. Es manifiestamente mejorable en la forma (tiempo ha habido en veinte años de hacer sostenible el desierto de El Arenal) y en el fondo (hablen las generaciones venideras). Pero es la que tenemos, y en la que, un año más, y pese a la cruenta crisis, hemos podido seguir divirtiéndonos en una caseta tradicional, en un comedero con jamones de plástico, en una «discocaseta» o en la peña o la cofradía de toda la vida. Aún así, nos seguirá quedando una Feria de Nunca Jamás.